En Gall. Allí una tienducha de antes, en los rayos
de sol que traspasaban el escaparate había constelaciones de polvo
que levantaban solo las ávidas miradas de los excasísimos clientes.
Se entrara para comprar. Se estaba una mujer, dómina, con la
peluquería recién aplicada y lentes de doradísima armadura. Rondó
los 70.
Esta fue señora de su angosta botica y reinó dando no lo que se pedía sino lo que necesitaba vender. Aunque ya en el cierre después de decenas de años se descubrió el emporio pobre, no dejó ni un breve segundo de avasallar, de negar, de proponer compras fallidas, de poner cepos, de contrariar.
Una Peláez morena, con jaspeo que traía ojos de perdiz a
dos perfumes (el de acero y el de latón). Se le rogó a lo mostrenco
que necesidad se tenía de manoseo y contraste. No, no, no, no...y
brevemente, no.
Se descubrió ya
de vuelta en el sancta sanctorum que la punta de la girodías estaba
tuerta más de diez grados, sino quince. Otro mes, quizá de otro
año, se vio que falta había donde suelen pecar esta clase, en el
pico. Faltara un pellizco de asta. Pasaran desaires, descontentos,
desencuentros, decenas de navajuelas más, cuando se vio que la hoja
padecía de mareos por el mucho baile que la hojilla daba
tamándosela de la punta y apretando mano contra muñeca:
vaivén y vahídos se tuvieron.
Ya no existe (una tienda de engaño esotérico se aposentó en su mismo sitio, y aún otras de menos sentido se sucederán pasados los años).
En
ca L'esmolador de la Calle de las tiendas se me explicó a la
tremenda el porqué del nombre: el degüello de cabritos. No me lo
creía ni aún lo
creo. Alternativa de las vulgares de teja o de orejas tan proclives
al baile de hoja cuando el talón se come parte del agujerillo del
seguro. La poseyeran los forestales, los bomberos de monte, un niño
de los sesenta o propios Féliz Rodríguez de la Fuente y Manuel
González, jefe de la policía municipal de Tomelloso. No tiene tetón
que impida que el filo bese cada vez el seno del muelle; este suele
ser delgado como estambre de flor de acacia. Mayores reciedumbres se
piden. Hoy las labra pulcramente Francisco Valencia. Habrá que
demandarle que las engorde más de una miga para sacarlas de la
tristeza de su flojedad.
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