sábado, 24 de octubre de 2015

2 NAVAJA FRANCESA LAGUIOLE ROSSIGNOL


Acabábamos de terminar nuestra colección de piedras, de las que encontrábamos en los canchales,  hendidos en las terreras, apartados en las pedrizas, amansados en las ramblas, pulidos en los cortados de las carreteras. Allí los había como tesoros, en Almería de Bayarque y de Tíjola. Pero después aún se tomaron algunos más, y el último fue ayer mismo. Los cantos. Colección hicimos y de su querencia y dispersión nos movimos al navajerío.


Encontré, lo recuerdo, una en El Collao de Bayarque, cuando el olivar del abuelo Isidro era limitado por un ramblizo al pie de un cortado seco y pedregoso. Un prisma triangular, con el color de las suspiros rancios, entre amarillo, blanco y rosa. Pesaba como contrapeso de romana. Se llevó al escondite, con el cinabrio de la cueva de La paloma. Se perdió para no encontrarse.







La unidad de uno que es quien imagina, que se reconoce sin fracturas, eso es el canto. El primer producto de la creación geodésica, lo inmutable, la fidelidad de quien es esperado, la promesa de la vida sin sombras de caducidad o muerte. La preeminencia sobre el chamariz, el camachuelo, el abejaruco, la culebra. La creación pura sin esqueleto.

Acero domado pero incontingente, navaja como artefacto que nos supera, divergencia múltiple que se atesore, inabarcable síntesis. Por tanto, sustituyó al canto del río Bacares. Puerilidad del hombre que se llena la bolchaca de peso intentando inutilmente que no se lo lleve el viento.






También esta fue en obsequio de Hefesto, de la misma mano que acercó la otra. Plástico negro sin falta, hojilla con recorte de más curva, más fina, sin limazos o mordiscos en el lomo. Tiene, empero, un contrafilo delicado. Rara avis in terra. Perfecta para la supervivencia plácida de un vividor en jira; para cortar un melindre en el jardín del Beso de Játiva, para tajar un fiador que embarace al deportista, para mostrar en el casino encima del móvil.




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