jueves, 12 de agosto de 2021

LA SOMBRA DE LOS GIGANTES: MANUEL RODRÍGUEZ REY, DE LA ALMEDINILLA DE CÓRDOBA.



Al extremo de la galería en aquellas casas de corredores se lo podría ver como yo ahora lo contemplara. Leyera en su mecedora de raftán Manuel Rodríguez Rey junto al alféizar abrillantado.  Pareciera que no oye sino réplicas cruzadas en su novela de  Marcial Lafuente Estefanía.



Se le vio atravesar tantas veces el patio con su sombra de tallo que se le desmadejaba. Excedía en su humanidad el señor Manolo. Se bajaba de la motocicleta descabalgando y subía la cuesta con la parsimonia estelar de un figurón de wéstern. Había recorrido con su compañero la provincia desde el puerto al llano, de La Castilla a la Ribera. 

 Subía las escaleras con las botas altas despojándose del casco que le ahormaba el cabello repeinado hacia atrás, como lucieran los que vestían saharianas en cinemascope. Cerré yo uno de Salgari tras la ventana para verlos entrar después de haberse ido en el agosto y regresar en invierno, con escarchas en el cuero del chaquetón. No pocas veces me lo he encontrado en las fotografías que afloran en los rastros, con gafas de pionero y el cansancio adornándole el triunfo de una travesía inaugurada.





Nos invitaba en la Murta el señor Manolo cada uno de enero por su onomástica. Era la primera lección del año. Luego habrían de venir innúmeras de las que el óvalo de Goya fue testigo múltiple adherido a su damajuana.


Se le vio recomponer una guitarra, cepillar una cuna, enderezar un Gordini, quitarle la gripe a una Sanglas... Fue maravilla ver cómo avivaba el fuego y lo mataba debajo de una paella. Las suyas excedían a todas las que se probaron. Sabía retener el valor de lo que se iba y juntó monedas, y lafaucheux en panoplias con sus perrillos. 

En su solar cordobés de la Alminilla puja el olivar sobre las retículas de los fundos romanos. Y de él se oían palabras terruñeras medidas, dichas con la dignidad de un andaluz reconcentrado. 

Se difuminaba el señor Manolo al final de la galería, sin palabras, como jinete pálido. Decía menos de lo que mostraba. Nos tomaba y conducía al cine a aprovechar la tarde. Bailar sobre la cubierta de un submarino ocasionaba flojera en el afán de cualquier hazaña. Y apuntaba luego al atrabiliario tío Ethan por encima de sus gafas. 

 

Más allá del  molino de aceite se cuelgan las viñas en los alcores. "Allí no se nombra almazara, Antonio". Cuántas veces no me invitara, que me tuvo ahijado en todas las celebraciones. Con lo mejor de su alacena me regalaba. De una clepsydra o tonel chico ponía  chispas de amontillado en vasillos chatos. Sin enfriarlo, con pausa. Y nos daba el tempero y nos aquietaba.





 




Navajas de camarero con publicidad de vinos de Montilla

Yo de él supe conducirme en una mesa donde a cada cual  se le acaba conociendo. Me ilustró cómo se atan los afectos estrictos entre los que son de la casa. Proverbial era en sus respuestas que reventaban la grisura de vida corta en un muchacho. 

 El Cazador, el catálogo de De Laurentiis y algún equívoco de terciopelo entre el Avenida y la Terraza Alameda. A todas nos  convidó, a su hijo y a mí, sin diferencias en esto. 

 



Yo debiera decirle con pocas palabras, ahora que lo tengo ahí, de espaldas, absorto en sus novelas lo que no se dijera. 

"Gracias por las convidadas sin cuento, por ahijarme, por darme lo mejor de su casa, por enseñarme con silencios. Debiera haberlo correspondido pero no fuera posible llegar a tanto según lo que usted me dio, ni supe". 

No fuera menester farfullarle demasiado, y no lo iba a hacer.

-Te he sentido por el claqué de las losas, Herre... ¿Cómo anda tu padre? 

-Soy alguien, señor Manolo, por usted que...

Me ataja y carraspea. -Creo que se ha referido a mí como un gachón blando-. Su claridad de godo viejo pervivirá, también, en los ojos  y en la perspicacia  de sus nietos que tañen cuerdas cuánticas. 





 
Couteaux sommelier