CUARTA
PARTE: OTRA NAVAJA Y UN SUSPIRO
La
noche de verano era clara, y corría el mismo aire de la mañana pero
ahora era aura benéfica por lo que Vizcaíno acompañó a Wízner un
buen trecho. Los jazmineros exhalaban gratísimo perfume tras los
enrejados y las tapias. Se despidieron al pie de la leve cuesta que
conducía al domicilio del profesor, con cita mañanera fijada.
Tuvo
Vizcaíno pesadilla tras haberse endilgado inmúmeras tajadas de
bacalao frito y una pipirrana fría. Soñó que buscaba una
cuchillería en la plaza vieja, y que tras encontrarla, no se le
abría la puerta. Las piezas estaban dispuestas como en mesa parada,
las veía pero no las alcanzaba. Golpeó la puerta y dio varios
aldabonazos.
En
esas se despertó entre los pitidos de un vendedor de
melones:“Melones manchegos, de la gota de miel”. Tras maldecirlo
fuertemente, se vistió aseo previo hecho y se fue sin desayunarse al
Marimonte.
-Como
no venías, Antonio, ya me he tomado lo mío. Pide tu..., ¿cómo la
llamas, colación? Sí, tu colación -Se reía el cuchillero entre
refulgencias verdes de sus ojos chispeantes-. Y añadió:-Y venga,
que hay qué contar.
Tomó
un café de sobre con leche fría, en vaso alto de cristal; y de
capricho se metió un suspiro de la media docena que había comprado
en lo de Donato.
-¿Y?
-Pues
hay otra navaja.
-¿Cómo?
Excitaba
la atención Wízner con medidos silencios.
-Esta
mañana me he ido a ver lo de la iglesia. Y entre los rosales, caída
y pintona, estaba esta. -Mostró un pequeño cortaplumas de no más
de seis cms con las cachas rojas y limpias-. Toma, ábrela .- La
cedió al profesor-. ¿Qué?
-Pues,
que con esto se pincha, pero de cortar, nada.
-Joder,
¿por qué no miras el punzón? Y cálate las gafas.
Lo
hizo Vizcaíno y se quedó fijo, llevando la navajuela mínima a
donde mejor incidiese la luz.
-¡Es
su punzón! ¿No será usted el pinchagomas? -Zahería ahora el
profesor con blandura.
-Mira,
esa debe tener sus más de treinta años. Tiene la hoja algo oxidada,
de estar guardada en caja.
Se
retrotrajo el cuchillero a su trabajo de montador y a la actividad de
los talleres de la época. Le costó tiempo y mano izquierda a
Vizcaíno que su compañía se centrase.
-¿Y
el destrozo de la iglesia? Usted lo ha debido de ver bien esta
mañana.
-Pues
aparte de las gomas, han cortado los rosales más pequeños por el
tallo; a los más grandes los han podado a lo bruto. Esos no echarán
flores ni hogaño ya, ni el que viene.
-Serán
los mismos de lo de Anastasio. Ahora sí que estoy confundido.
-Piensa
que el domingo viene el señor obispo a celebrar una misa con los
chavales de la confirmación de esta temporada. Habían pintado los
zócalos de la fachada y puestos más plantas tanto en la plazuela de
la puerta de la iglesia como en la mediana del paseo. Arrayanes, me
ha dicho mi mujer. Que por cierto, rosales no han arrancado, que no
son tontos, pero sí de estos recién plantados... Sin espina, sin
haber arraigado prácticamente.
-Les
debe haber resultado más fácil que coger la verdura del
supermercado.
Llegaron
un poco más tarde los guardiaciviles a tomarse el café
acostumbrado. En cuanto vieron a Antonio Vizcaíno, se fueron a
ellos.
-Han
cortado la manguera que tenemos en el lavadero de la caseta que hay
tras la casa cuartel. El sargento tiene un cabreo de un par de
cojones. -Y rieron los dos jóvenes recién salidos de la academia
entre gestos de contención-. La compró para lavar los coches
oficiales y hasta ayer solo se había lavado el suyo...
-¿Han
encontrado algo? ¿Una navaja? -les preguntó Vizcaíno, el profesor.
-Sí
-respondió el de la risa menos floja-. Una verde con el águila.
Aitor.
-Cachondeo
se traen estos dos. -Fue el comentario de Wízner cuando salieron del
Marimonte una vez que también los dos guardias se habían ido
chisposos.
Se
llegaron a continuación a la iglesia para que el profesor viera los
monigotes pintados en un infame trampantojo que remedaba mármol
serpentino. Como amenaza eran ridículos, y más parecía que dos
niños hubiesen echado partida al ahorcado utilizando la pared. Tras
comprobar el estado de las gomas de riego y los tajos en los arriates
de rosal, Wízner se despidió de Vizcaíno sin promesa de parlamento
nocturno no sin antes contrastar breves conclusiones.
Pasó
el día holgazaneando entre los libros de su despacho hasta encontrar
uno sobre la lengua poético de Góngora. Le pareció lo
suficientemente irreal como para abstraerse de toda circunstancia.
Hasta que ya muy avanzada la tarde decidió llamar al cabo de la
judicial para aclarar lo del tajador de gomas.
-¿Rodríguez?
-empezó con el apellido el profesor, pues ambos compartían nombre y
no tenía la cabeza para diálogos de besugos.
-Sí,
ya sé por qué me llamas. Me han contado los guardias que han estado
con vosotros esta mañana.
-Aclárame
lo de la navaja y, primero, lo de la manguera del sargento.
-¿Qué
te voy a decir? Un güevonería del sargento, que ha pensado que los
guardias están para lavar coches...
-Eso
me ha parecido. ¿Y quién ha puesto la navaja ahí?
-Imagínatelo...
La navaja es del...
-...mismo
sargento -y rio el profesor sin gana, más por haberlo previsto que por la
puerilidad de la felonía.
-La
guardaba en su taquilla -rio el cabo entre silabeo balbuciente. Y
continuó:-Lo demás te lo puedes figurar. En la compañía ya saben
de sus manías; pero me tocará contener lo que el mismo sargento ha
definido como “conflicto interno de disciplina con derivaciones
operacionales”. -Las risas, siguiendo la teoría de los vasos
comunicantes, se extendieron por la línea en las dos direcciones-.
-Oye,
a todo esto, cabo, sabes cuántas gomas más hay en el pueblo, o
mangueras …
-Pues
en cada corral, una manguera; y gomas de riego, quizá en el
instituto y en el colegio. Te digo las del pueblo, céntricas. Porque
las de los bomberos y las del retén de incendios están fuera, más
allá del polígono. Y luego en los adosados, fígúrate.
-¿Y
lo de la iglesia? Eso no parece una broma...
-Gamberrada
gratuita, o venganza.
-¿Contra
la iglesia? ¿Habéis recibido alguna denuncia de inquina vecinal?
-Venga
-repuso el cabo, que ya empezaba a conocer bien al profesor-, habla
en cristiano, que hemos topado con la iglesia.
-Sí,
sí. -Afectó risa cortés Vizcaíno-. Quiero decir si hay vecinos
que se puteen mutuamente y haya habido denuncias cruzadas.
-Que
expliquen esto, no.
-¿Los
Escudero?
-Sin
duda, no.
-No,
claro.
Moría
la conversación con monosílabos y la acabaron pronto. La ocupación
de Antonio Vízcaíno, alias Prefecto, profesor de filosofía, fue
elegir el lugar de la casa desde donde mejor contemplar el encendido
color del cielo antes de la veladura de la noche.
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