jueves, 7 de mayo de 2015

NAVAJA PELÁEZ JEREZANA (SANTA CRUZ DE MUDELA)

Esta familia es de larga como otras que se dedicaron a labrar navajas. Parece, así lo cuenta La navaja de Santa Cruz, que el primer Peláz fuera Melitón. Este maestro herrero nació mediado el siglo y de él la fuerza del golpeteo se ha propagado hasta que el milenio se iniciara.

Evaristo Peláez Bravo (1872) prendió la profesión en el fuego propio que recibió en sus hijos Nicomedes, Evaristo y Pedro, e incluso en sus nietos Andrés (1929), Manuel (1928) o Pedro (1932). A la jubilación de estos la saga Evaristo se extinguió en la navaja.



Sigamos la rama con Pedro Peláez Muñoz (1897) que pronto llamó a la fragua familiar a su hijo Andrés a los diez años. En sus jornadas sin cuento se valían de los materiales y de los modos que los de Santa Cruz adoptaron bien entrado el siglo XX, cuando la electricidad convivió con la mano motriz. Todos los cuernos que a no importa qué animalejo dejaba caer eran pronto escaldados, ahormados, cortados, sujetos, esculpidos o aherrojados: carnero, ciervo, cabra, vaca (este menos). Se usara la piedra de agua y la ceniza aun para abrillantar las astas con las palmas de manos. Fueron emprendedores, como suizos o catalanes, y vendieran ellos mismos sus navajas en Andalucía a la que se desplazaban en los trenes.















Manuel Peláez Corredor (1928-2000) es hijo de Evaristo Peláez Muñoz y su hijo (si es que no hay error en la biblia de la cuchillería santacruceña -La navaja de Santa Cruz de Mudela- que en su página 201 dice que "Su hijo Manuel sigue en el oficio"). Se dice de él que fue un trabajador motivado por la productividad, sin escatimar nunca en horas, pues le fascinaba ver la multiplicación de las obras de sus manos. Hiciera dijes, grandes tajaderas, medianías siempre brillantes, no por acharolamientos de celuloides solo. Imitaba lo ostentoso con raros materiales que imitaban lo raro: marfiles, astas o madreperlas no brillaran tanto como las que él embutía en sus navajones. Un des Esseintes cartesiano que aprendió en el taller de aquel joyero de le Carré d'or que forraba huevos con oro flexible y laca.









No se me alcanza quién fuese el artífice de esta navajuela de las llamadas jerezanas.Pareciera allí en el estanterío tan prieto, cascarilla-sino cascarria-, modestísima, apocada, más estorbo que útil. Se adivinó aprestando los ojos, enfocando y focalizando miradas fieras sobre las baldas en busca de lo que hubiera. Se cayó en mis manos como estorbillo de liviandades. Comida de robines, ayuna de brillos, en blancura menguante y cariada. "Una Peláez", apuntillara el vendedor del puesto tan beatífico como el nombre (Santos).





Claridades no se han traído del libro (La navaja de Santa Cruz de Mudela) que deba darlas. Quién de la saga la compuso, se me escapa. Andrés Peláez Corredor, en ancianidades jocosas, aun departe si se le busca; testimonios hay de que chanzas y testimonios daba sobre aquellas épocas idas. Pudiera ser este, pero tan mayor no pienso que visitara el taller...A no ser que esta un retal fuera de los que ya no queden.O su hermano Manuel, del que, salvo en lo embromado, lo mismo se infiera que de Andrés (si bien este ya faltó de su fragua para no tornar 15 años hará). 


 

El desconcierto de desnorta en un nuevo nudo cuando se lee en la paginilla 201 al decir el compilador de la historia que "Su hijo Manuel sigue con el oficio". Como mención se hiciera dos líneas antes a Evaristo Peláez Muñoz, no sabemos si ese "Manuel" será hijo o nieto, si vivo está o si, no estándolo, pudiera hacer navajas...



Esta diminuta navajilla se expandió por Las Andalucías (ya se dijo que este era el mercado natural de, por ejemplo, Andrés -siéndolo o habiéndolo sido de otros como lo es ahora de los Martínez-). En Cádiz Atlántico se hacen -muy poco, la verdad- navajas parecidas que llaman "paterneras" por el pueblo de origen. Pero jerezanas son.









Descanse este jerezana bajo la hoja de la zarzaparrilla, que tiene sombra de flecha o de daga o de lengüecilla de dragón (o, al menos, de salamanquesilla). Vacía, si se la tomase, pareciera la mano; hueca como las caracolas helicoidales que se encontraran por los jardines entre las aspidistras. Como concha fina pulida por los cantos del mar.






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