martes, 12 de mayo de 2015

NAVAJA PELÁEZ CABRITERA (SANTA CRUZ DE MUDELA)/ELOGIO DEL CUCHILLERO PEDRO PELÁEZ NIETO

Se va a presentar una navaja que no está fabricada por el cuchillero del que se va a dar noticia; téngase por tanto como una mera excusa para presentar a un artesano al que Hefesto siempre tiene en las mientes desde que vio fotografiada una de sus obras, que no obrillas -ni aun navajas pues tal media entre las suyas y las demás que no fuera justo envolverlas en los mismos papeles-.

Pedro Peláez Nieto (1932) es el artífice. Nieto de Evaristo Peláez Bravo e hijo de Nicomedes Peláez Muñoz (entroncaría también con el patriarca Melitón). A los 9 años el cura le llevó, dicen, la forma y Pedro allí tomó su primera comunión, con el delantalillo encima. Heredó fragua en la Calle Lepanto. Cómo aprendiera a enjoyar cachas y a pergeñar siluetas no se dirá pues o ha de imaginarse la abnegación de los años o de pensarse en prodigio en mente clara. Todas las labrara, con madera, pasta y celuloide, ciervo o toro, madreperla y plata, alpaca o latón, y aun marfiles. Podía Pedro poner prótesis de titanio en las cervicales a un delicado, para enderezarlo. De esta manera, no le fuera dificultoso archivar monedillas, cintillos o cintos, o lentejuelas como luceros sino soles en los paisajes naturales o de industria (como el carey falso).





Estas. No se podrá decir cómo fue que Hefesto se quedara con ellas prendidas en sus ojos, pero desde entonces estas no se le desprendieran nunca. Grandonas, originales y artísticas, enjaezadas a primor, equilibrio tienen entre curvas y rectos ejes, coloridas y discretas, brillantes. Parece en ellas que toda la fuerza de  todos los abrazos que se dieran con miembros de acerada carne se esté. Más baúles o mundos, goznes de puente levadizo o cepos de caza mayor. Finísimas y potentes.









De virola que gira, como las francesas corrientes; no es este
 seguro de ayer o antedeayer, que en España ejemplos hubo de pasados siglos (en el MCA hay alguna). 






Un cornillón no se inventó en París o Nogent, que curvas o derechas de varetos y venados se aprovecharan siempre para encabar hojas, con primigenia arte. Aquí o allá.















El artificio pareciera facilón, pero esta pata de biche, está cortada con pericia palladiana. 




En plata lo diremos  que ni en Chatellerault se ha excedido a Pedro. Pero lo cuchillería española languideció y solo pálidos reflejos de su grandísima sutileza nos llegan para poder columbrar las alturas a las que se llegara si en las Españas hubiera entendidos muchos que supieran hablar de cuando el objeto tiene más espíritu que la mano (y la mano empuñara algo más de moneda, claro).



Después de leerse tantas veces como necesidades tuvo -y le vinieron innumerables por el azogue que le diera-, Hefesto se fue a Valencia pues descubrió tarde entre las cuchillerías que habían fomentado la publicación de El mundo de los cuchillos (Jean Noël Mouret) que se estaba Nebot.  Y estuvo, en la calle Bolsería. Después buscara Hefesto en la guía telefónica y vio que aquella era zona de moño. Fuera él inspeccionando las cuadrículas. Calle San Vicente Mártir en su inicio, Pablo Navarro, y de allí, a la diestra, Plaza del Mercado, Rodríguez cuchillería; rodeando el mercado Central, En Gall. Allí una tienducha de antes, en los rayos de sol que traspasaban el escaparate había constelaciones de polvo que levantaban solo las ávidas miradas de los excasísimos clientes. Se entrara para comprar. Se estaba una mujer, dómina, con la peluquería recién aplicada y lentes de doradísima armadura. Rondó los 70. 


Hubiera que agradecerle tanto que enseñó todo aún antes de que nadie hablara ni preguntara ni se adujeran reticentes peros. Vendedora a los que no supieran, a los que necesidad de corte mostraron, a los que supieron que había que dilatar la decisión. Esta fue señora de su angosta botica y reinó dando no lo que se pedía sino lo que necesitaba vender. Aunque ya en el cierre después de decenas de años se descubrió el emporio pobre, no dejó ni un breve segundo de avasallar, de negar, de proponer compras fallidas, de poner cepos, de contrariar.


Aunque tenía unidades de cada artículo en sus cajillas, nunca lo reconociera, ni enseñaba otras, ni daba tregua. Así fue que se compró esta (y aún otras). Una Peláez morena, con jaspeo que traía ojos de perdiz a dos perfumes (el de acero y el de latón). Se le rogó a lo mostrenco que necesidad se tenía de manoseo y contraste. No, no, no, no...y brevemente, no. 


Se descubrió ya de vuelta en el sancta sanctorum que la punta de la girodías estaba tuerta más de diez grados, sino quince. Otro mes, quizá de otro año, se vio que falta había donde suelen pecar esta clase, en el pico. Faltara un pellizco de asta. Pasaran desaires, descontentos, desencuentros, decenas de navajuelas más, cuando se vio que la hoja padecía de mareos por el mucho  baile que la hojilla daba tamándosela de la punta y apretando mano contra  muñeca: vaivén y vahídos se tuvieron.  


Se acuerda uno más de lo que se necesitara. ¿Por qué esta senior, en el punto de jubilarse, vendía el mal género y negaba que el sol había salido? Nunca nadie me enseñara mejor. Ni sus dorados y venerables cabellos, ni los hilos de oro en los que sus ojos se descansaban, ni la rebeca y los zapatos de burguesa, ni la blancura de su tez. Desvalido me vi y dueño de mí saliera de la botica de navajas. Ya no existe (una tienda de engaño esotérico se aposentó en su mismo sitio, y aún otras de menos sentido se sucederán pasados los años).







En ca L'esmolador de la Calle de las tiendas se me explicó a la tremenda el porqué del nombre: el degüello de cabritos. No me lo creía ni aún lo creo. Alternativa de las vulgares de teja o de orejas tan proclives al baile de hoja cuando el talón se come parte del agujerillo del seguro. La poseyeran los forestales, los bomberos de monte, un niño de los sesenta o propios Féliz Rodríguez de la Fuente y Manuel González, jefe de la policía municipal de Tomelloso. No tiene tetón que impida que el filo bese cada vez el seno del muelle; este suele ser delgado como estambre de flor de acacia. Mayores reciedumbres se piden. Hoy las labra pulcramente Francisco Valencia. Habrá que demandarle que las engorde más de una miga para sacarlas de la tristeza de su flojedad.

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