No calló la lluvia en La Mancha en tres días, como si mearan vacas. Tanta y tanto cayó que ojos, esteros y charquizas volvían a llorar después de tres temporadas de pertinaz sequía...
-¿Se acuerda, Rafael? -dijo Plinio mientras ambos saltaban el tranco de la churrería-. En los partes se decía aquello de "se sufre una pertinaz sequía". Nunca las sequías fueron propias de la estación ni del clima.
-Y en el Nodo -completó Rafael Wízner.
-La sequía, pertinaz, tenía la culpa del hambre, de la emigración, de que luego viniera el frío -ironizó Plinio.
-Y de que el Gobierno fuese bueno, pues cuando venía malo, amparaba de su tierra miserable a los pobres españoles
-pronució expresivo Wízner "miserable".
-Sí, Virtudes, ponnos dos cafés en pocillo de esa olla que tienes, y media de churrejos -comandó Rafael-. Esta no es la de su pueblo, Manuel -siguió Wízner-, pero verá... ni pizca aceitosos, y coscurrosos.
Se acodaron en el mostrador mientras la churrera sacaba la rueda. La cortó con unas tijeras grandonas de esquila y les puso en un papel de estraza los churros. "Sin azúcar" dijeron entrambos, que eso eran "novedades de ahora sin fuste y mucho melindre".
-¿Ve usted ese palo con el que se maneja la Virtudes? -retomó Wízner en tono quedo-. Está quemado, oscurejo. Por contra, la pala de las papatas, mírela, casi naranja. De boj.
-De esa madera tiene -observó Plinio- mi Gregoria cucharas para el aliño de las aceitunas.
-Le pasa como al asta de venao, que contra más vieja, mejor lucida -hablaba Wízner de su experiencia-. Si me hiciera con cachos... Imáginese una navaja encabada de esa madera, con la hoja deslustrada por uso, de un gris húmedo.
-Y con ese latón o plata alemana que usted, Rafael, les mete a las suyas.
-Métanle mano a esos churros - les regañó socarrona la churrera- que ustedes se arregostan y los otros desayunantes se ven destorbados.
Y se reía Virtudes la churrera, joven, apretada y mollar.
-Sí, Rafael, metámosles mano (...)
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