Estando
arregostados en el bar con aquellas cavilaciones navajunas, no se
iban. Y era ahora Wízner quien se explayó.
-Es
que cada hoja tenía su fin. Pero ha sido el acabarse los oficios del
campo para que la navaja se vaya con ellos. ¡Pues no he montado yo
tranchetes y marineras! De injertar también. Ahora ya a la viña se
va con tijeras eléctricas.
-Pero
-quiso intervenir reparador Plinio- los hay aún que llevan navaja
por el pueblo... Usted mismo tiene esa pequeñuza roja que tanto
corta y que buen servicio le da.
La
mostró Wízner, que quiso completar la referencia de su compaña.
-Que
no, Manuel. Para eso están las suizas rojas, que son mejores.
-Y
más careras, seguro.
-Sí,
o se portan navajas de tres euros o de treinta. Pero las nuestras...
Que en el pueblo también se montaban muchas de esas que llaman
cortaplumas.
-Aquellas
hojas, Rafael, al igual que el pampanerío, se pierden. Ni espátulas,
ni de ojilla de olivo...
-...Ni
de interrogación, que usted dice.
Persuadidos
de que ya era tarde para justificar el tiempo de mandado tan largo,
decidieron recomponerse y anduchear.
¿A
dónde vamos?, se interrogaron mutuamente. Y resolviendo la duda
entre la polvisca de un tractor, orillados por los últimos
pámpanos verdes de las vides vacías, se perdieron.
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