viernes, 12 de agosto de 2016

NAVAJA PEQUEÑA DE ESTAJE EN CONCHA








La continuidad en la materia produce vértigos de satisfacción, si las cachas son como las de estas. Se antoja ser de la misma época, no tanto por los ocres pajizos, los herrumbres, las cremas y los oros matizados. No, sino por la hoja y sus mesas. No es plana, que a su mitad contiene una suavísima eminencia que muere en el extremo agudo. No son sus fornituras, ni sus límites de materia, no; no su muelle interno con la curva del tórax de una libélula, no sus mitra y rebajo, acanalados como  tráquea de petirrojo ("cagastiles" en Bayarque, en Tíjola y en otras Almerías), no su tibieza de musgaño, ni sus dulzuras de ganchón de corazón de gallo, no. Dije de paseante de alamedas, de obrero con la limpieza y compostura de domingo. Estuviera la navajilla en la bolchaca de chaqueta, puesta y abotanada, o tomada de la mano como en la película aquella de Pícnic. Llevada por galán a los paseos, donde el pueblo acababa en campos. Nunca, seguro, fuera usada para tajar vianda recia. Sí, tal vez, enseñada para cortar hilo colgandero, envoltillo de dulces, o para cercenar la pesada cabeza de una rosa de olor.

Salió de un cajón cuando no se pensaba, polilla de fastuosa capa pluvial. Pertenece a Rafael Miralles.








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