La calle del Almendro de Bayarque, Almería, tomó al parecer nombre de uno añoso y sombrón que había en la orilla que daba a los paratos. Una porción de bancales que desde el río subía hasta besar el pueblo, jardín de provecho poblado por pajarerío, la limitaba contra las casillas. Este árbol dulce ya no está ni estuvo cuando Hefesto niñeaba en aquel pueblo que hoy ya no existe. Se supo de él por la madre. Al final de la calle más distraída de verduras de las que había, en el número 1 vivieron Isidro Mirallas Martínez y Remedios Mirallas Pérez, los abuelos, tan benignos para nosotros que aún su sombra nos alcanza. Enfrente, Recaredo y Paca, de muy buena vecindad. La casilla familiar fue levantada sobre corraleja, y allí se formó plazuela, mínima. Si perdía uno pie, se iba a la Polaca, al partidor, que tantas pelotas de niños tragara. Una piedra de majar esparto había en el declive que llegaba a la acequia, y por encima, los huertecillos familiares de Paca; y allí un almendro, otro. De este se creyó que era el que bautizó la calle. Se tomaban de él tiernas allozas para la chiquillería, y para el majado de ajoaceites.
Tenían los abuelos en la cámara un espuertón de mucho rodal, colmado de almendras secas que se traían de la gualeja del río. "Subid, niños, a la cámara y comed almendras, comed, que eso es muy bueno, niños." Y se hacía. Con un grueso clavo de forja se las quebraba en su perfil, mientras se las tomaba como hacían los mayores. Nunca la espuerta, en todos los años que se atacó, llegó a enrasarse; y las nuevas se juntaban con la viejas, con lo que daba placer tomar de unas y de otras y adivinar el tiempo con el paladar.
También se perdieron aquellas almendras fósiles, y la espuerta gargantuesca y el clavo recio, y las sombras.
Antes de que se disipen más, se tendrá que referir que el almendro nunca fue árbol dilecto, como sí el peral de peras de pan, la noguera, las mimbreras, el pino dulce, y los pálidos álamos en el arenal del río. No era el almendro pujante, que tenía el medro dificultoso en los secanos. Y no daban para trepar sus mezquindades.
Fue aquí, en la vega más sonora que imaginar se alcance en cantos de ruiseñor, de pajaras negras, de colorín, de chamarices eléctricos, de pesados verderones, de palomos zureadores, de zorzal, de herrerillo, de cuquillo y, por encima, en las bóvedas, de los abejarucos que tenían en sus alas puñales, aquí fue, digo, donde se vieran hojas de navajas, las primeras, anchas y oscuras, en aquellas manos.
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