Las minas esquilmadas, los británicos, con las cuatro esquinas tomadas del océano, miraron el modo de soportar el sopor de los equinoccios y la modorra de la campiña solariega. La excusa fue la malaria, el mal de las aguas, el picante, la falta de alicientes... Así que aplicaron el método de exportación aprendido y mejorado en el trasiego de opio.
Fue el modo de llevarse las cosechas fruto de error; y del infortunio fortuna sacaron: encabezaron aquellos vinos soleados, generosos y acaobados con aguardientes de uva. Se detenía la fermentación y mucho azúcar quedaba de la fruta, la falta de grados la diera el propio añadido aguardentoso. Nacían los mejores vinos. Uno de ellos (el otro, de famoso, no será nombrado), el Oporto.
Las bodegas se están allende la orilla, en Vilanova de Gaia. Crúzase por un puente industrioso, resultado de tumbar la torrecilla de Eiffel. En la cima de la villa se recorta lo que pudieran ser muros conventuales; pero cabe la margen del Douro, bodegas.
Cara a la ribera espirituosa, la Igreja de Sao Francisco, la más dorada de la cristiandad entera. Abruman dorados que expelen auras como si vidrieras tenues alumbraran donde no hay vano. Pusieron aquí los portuenses mucho oro colonial, muchas mercaderías de ultramarinos. Sobre una carcomida cripta se levantaba el claustro (entonces y ahora arrumbado por la bolsa de la ciudad).
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