EL SILENO DORMIDO.
Mi amigo desde que hicimos la amistad ha estado subido en el poyo de unas trébedes. Me oía a mí mientras pensaba, con un pie en Levante y otro en Andalucía. Sin batahola, a sorbos callados y mirada intensa. "Te escucho, Antonio; continúa".
Siempre lo he puesto en duda pero era verdad que se quedaba con el cuento y era mentira que estuviera conmigo. Lo mismo que ahora. En su novelita jura que él no sale pero a mí, insiste, sí me ha puesto, de refilón, como excusa. Poco a poco lo voy entendiendo -a él, a su novela ya veremos-. Una novela negra a pleno sol. Un género que él secuestra y cercena en sus límites. "Como desnucar a un conejo. Vas al descubierto y coges uno joven. A la cacerola con aceite, de merienda. Al acabar, abres el libro después de limpiarte las manos y lees. Palabras gustosas. Así me entiendo".
Yo no. Pero sí. Él, el escritor, mi amigo, pisa pero va levitando. Transita, atraviesa y llega pero no se ha movido. Parece que está pero no se manifiesta. Vive pero sueña. ¿Con qué? "Un homenaje. A mi nación. Quien me dio los ojos y la boca. A quien me enseñó a nombrar lo que deseo. Ellos apuntan y yo paso el bolígrafo. Si me dicen que mire, yo me asomo. Y todo lo que veo por el ventano y las lomas es verdad estricta. Están a mi lado mientras escribo. Lo juro".
De Almería es. Como yo tampoco soy de aquí, coincidimos. Yo lo comprendo ahora mejor que nunca después de haber hablado de lo que fuimos. Un espantapájaros fronterizo. De aquí y de allá. Donde va, nunca se acomoda. Y vuelve con insistencia a ahormar su patria por si a ella se acoge. Tíjola y Bayarque, o al revés.
Yo la he visto sin ir. La leeré por él. Lo que se cuente en la novela son sus calles, sus cuestas, la torre, el depósito de agua, las ermitas, los ruidos y los árboles en los que él pone una pintura flamenca de pájaros. Aunque más me lo figuro recortándolos de un bodegón de Zurbarán naturalizados sobre unos olmillos secos. Si él nombra un callejón es porque lo atravesó en su pueblo de Almería, si vuelan en sus cuencas los vencejos son en sus pestañas mientras se encandilaba en el tranco de una calleja.
"No he retratado a mis paisanos. Algún gesto, sí. Pero los he torcido para que haya arte. Los bayarquinos y tijoleños son mejores que yo. Yo soy de quien haya que apartarse".
No sé entonces por qué saca a Santa Cruz de Mudela en La Mancha. "En Almería al niño se le daba una faca para que aprendiera a ser cabal y no un estuche malo. Yo tuve una en la mano que afilaba en una piedra de majar esparto antes de ir a las escuelas".
"Entonces -le pregunto- ¿hay argumento o es todo una fotografía del día de mercado cuando ibas en vacaciones a pasar el agosto?". Tarda en contestarme y nombra a los novelistas denostados, en especial a Azorín, a Miró. Me he reído, la verdad. Él no se ha defendido de mi descreimiento cuando podría haberlo hecho pues no conozco a ninguno de los dos ni a otros que ha traído. Sabrá que lo suyo son ínfulas de profesor de secundaria al que no le llega el talento salvo para hacer listados de autores muertos. No le he comentado que he espigado algún párrafo, como quien mete el pie en el agua por si está en exceso fría. Los ha pulido. No me parece mala la intención. La intención de que saque en una novela su pequeña patria.
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