miércoles, 15 de mayo de 2019

4 NAVAJAS DEL RASTRO DE MADRID-COUTEAUX DU MARCHÉ AUX PUCES: LA NAVAJA DE NÁCAR DE RUBÉN DARÍO



LA NAVAJA DE NÁCAR DE RUBÉN DARÍO


 Encontrara mucho arrimo aquí Darío aunque él ya se lo figurara por las noticias morosas que le llegaran allá donde aún se anduviera con fusil y machete como defensa del tigre. LLegado que hubo, todo y todos se le rindieran. Príncipe moderno, primero en relumbres y tonalidades, en cromatismos, en acentos, en ritmos, en ensordinamientos y en metal fuera Félix Rubén García Sarmiento. No lo explica el mismo Darío, como sí el origen de su apodo noble, cómo fuera posible que en la recóndita Nicaragua se lograra el prodigio de su arpa poética. No lo dice, pero no bastaría con acudir a aquellos colores siempre paradisíacos de la palma lavada por la nube, ni por la leve armadura del guacamayo charro, ni por los jades de los antiguos reyes que se sacaban de las ruinas, ni por las matizadas fulguraciones de miríadas de luciérnagas en el lindero del bosque fluvial. No se lo ha de pintar al príncipe del aéreo cincel comido por moscas en la miseria de un chamizo. Gustaba de ponerse en el arco del umbral de su casa a ver pasar morbideces, clarines, sangres de trampantojo, cirios trémulos, recortes de imágenes contra el crepúsculo glauco, y el sonsonete de la oración salmodiada: la procesión en el trópico era un bodegón azogado de saturaciones supremas. Ciudadano cabe la palpitación de la foresta era.

Allí anduvo entre desnudeces, no tantas como se creyó, pero sí muy lindas, las de la india, la cuarterona, y la ebúrnea negrura de las cosechadoras del cafetal. De blancas, no. Listo y pronto, se refocilaba el aplicado alumno de toda la pulpa que le llegó a la boca. Gustó el café, el tabaco, el ají de fuego y la carne selvática. Se fijaba, no obstante, en los aderezos que no daba naturaleza sino la crianza, la herencia y el trabajo. No extraña que la pulcritud del maestro acholado, su leontina y el reloj, el cigarro, las gafas de concha, y el cortaplumas con que se valía le robaran constantes la atención a Darío, alumno sobresaliente, poeta precoz.

Fueran sus maneras de afectado atildamiento, la falta de mano paterna que lo sujetara, y la fuerza torrencial de su sangre las que lo colocaron con ventaja tras el rastro de constantes quimeras, de las cuales Emelina sino la primera sí es la que haya quedado como la de más querencia.  Vínose, tras quedársele corta América toda, a España y a París, para su coronación en los parnasos. Antes, sin embargo, tuvo tiempo de espigar marfiles en los aledaños de la Plaza Mayor de Madrid. No siempre -o nunca, quizá- se haya de acudir a venalidades, no. Cuando la facundia proverbial de Darío no bastó, se metía el eximio poeta mano al chaleco y de las entretelas sacábase un gancho menudo y primoroso, con el que las burguesas se ataban los botines altos, o se fijaban las ballenas deprimiendo la cintura y proyectando senos.  Si no se rendía la garza morena, rebuscaba en diferente bolsillo hasta dar con otro adminículo similar que tomaba en pinza con dos dedos y lo mostraba a la altura de los ojos de la pretendida, abriéndose la flor de su sonrisa entre espejeo de blanquísima dentición: "Mire, pétalo de coyol, para usted. De las espumas de Venus". Mostraba un encabado de nácar, ya fuera en gancho, lupa, cortaplumas o navajuela. Contaba sin fabular Valle que así ganó la voluntad de su princesa de sangre caliente en los jardines reales aquella mañana.











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