lunes, 17 de abril de 2017

NAVAJA TAPITAS DE RAFAEL WÍZNER EN MADERA DE PALMERA








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-¿Está usted de morros hoy, Rafael? -rompía el silencio Plinio, ignorante de que en sus palabras iba a esconder su amigo un ameno secreto.
Se estaban los dos echados sobre los respaldos de sendos sillones orejeros; los habían orientado hacía el ventanal corrido que daba a la calle Mayor, à la parisienne, como en los bistros. A aquella hora, temprana para el aperitivo pero pasada para el almuerzo, el rincón solía estar tomado por los jubilados  de jubilados del casino: viudos con los hijos en la emigración de Madrid, renegados de los paseos y las dietas, y alguno de soltería inexplicable. Pero no aquel día en que Wízner había citado a Plinio contra costumbre de tiempo y punto.

Sin mirarse, sino de soslayo, como en el cine, atendían al espectáculo de la calle.
-Hoy se lleva usted la palma del reconocimiento, si no le han saludado ya quince veces, no lo han hecho ninguna -se admiró Plinio de que tantos y tontos le levantaran la barbilla desde detrás del vidrio, y aún le vocearan no sé qué parabién acompañado de dicterio, y seguida a la pertinente muestra de mano oscilante, algún amago de peineta abortado al columbrar los de los donaires la escolta de Rafael.

-Sí, la palma, Manuel. Es que hoy le he dado la vuelta a la tortilla: he resulto un caso, y con su ayuda. El mundo al revés: un cuchillero metido a policía.
 Plinio espero que el cuchillero-policía se aclarase la garganta con dos sorbos de cerveza triste sin alcohol.

-Y -continuó Wízner- con su ayuda.
-Ayuda no pedida, a lo que creo.
-¿Se acuerda cuando el  paseo que nos dimos hará dos semanas hasta la finca de Pedro el Abogao? ¿No vimos tras las cadenas que cortan el camino un hoyo? Comentamos que habían dejado viuda la palmera que quedaba enfrente, una de mucha hoja seca cuya melena  llegaba hasta el suelo.

Tras asentir con un gesto Plinio, siguió Wízner.
-Pues usted dijo: si la han sacado es para plantarla en otro sitio.
-Magra ayuda, pero avance, Rafael, que me veo el arroz de la Gregoria gacheao con tanta dillación.
-Pues resulta que los del taller de Enrique el Pintor, el que trabaja el aluminio, almuerzan en el bar del polígono, y como no les viene en gana irse a un semáforo que tienen a dos pasos, cruzan a la brava los cuatro carriles de la carretera. Y hacen hilo por entre las palmeras de la mediana.

Se interrumpió Wízner para saludar con ambas manos y silabear holas y adioses cuando en cuestión de segundos tres vecinos de Santa Cruz lo reconocieron desde la acera.

-Sí, y se apercibieron de dos cosas; de que el palmeral menguaba en altura.
-¿Cómo en altura?- acuevó los ojos Plinio.
-¡Coño, Manuel, pues que algunas palmeras tenían menos altura de lo que solían¡ Cada dos o tres, había alguna que tenía menos volúmenes.
-¿Y no pensaron los almorzantes del aluminio que por las fechas también se cortan palmas para adorno de calles? ¿O es que no se celebra aquí la Virgen de Fátima?
-Que no. Que también se apercibieron de que el césped de esas palmeras había sido removido y puesto otra vez, tenía arenilla por encima y verdeaba más.
-¡Ole los cojones de los alumineros y en lo que se fijan...! Yo no sé cuándo me va a dar su papel en esta relación.
Se reía Wízner de ver a su compaña comido por curiosidades, y sus ojos glaucos como los esteros reverberaban chisposos. En esas, volvió a ser requerido por unos cuantos que tras el ventanal desde la acera le hacían ademanes de que se reuniera con ellos. Pudo observar al alzarse la mano crispada de Plinio en el pie de su copa, y se reconcomía aun más de placer Wízner.

(CONTINUARÁ)








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