.
-¿Está usted de morros hoy, Rafael? -rompía el silencio Plinio, ignorante de que en sus palabras iba a esconder su amigo un ameno secreto.
Se
estaban los dos echados sobre los respaldos de sendos sillones
orejeros; los habían orientado hacía el ventanal corrido que daba a
la calle Mayor, à
la parisienne,
como en los bistros. A aquella hora, temprana para el aperitivo pero
pasada para el almuerzo, el rincón solía estar tomado por los
jubilados de jubilados del casino: viudos con los hijos en la
emigración de Madrid, renegados de los paseos y las dietas, y alguno
de soltería inexplicable. Pero no aquel día en que Wízner había
citado a Plinio contra costumbre de tiempo y punto.
Sin
mirarse, sino de soslayo, como en el cine, atendían al espectáculo
de la calle.
-Hoy
se lleva usted la palma del reconocimiento, si no le han saludado ya
quince veces, no lo han hecho ninguna -se admiró Plinio de que
tantos y tontos le levantaran la barbilla desde detrás del vidrio, y
aún le vocearan no sé qué parabién acompañado de dicterio, y
seguida a la pertinente muestra de mano oscilante, algún amago de
peineta abortado al columbrar los de los donaires la escolta de
Rafael.
-Sí,
la palma, Manuel. Es que hoy le he dado la vuelta a la tortilla: he
resulto un caso, y con su ayuda. El mundo al revés: un cuchillero
metido a policía.
Plinio
espero que el cuchillero-policía se aclarase la garganta con dos
sorbos de cerveza triste sin alcohol.
-Y
-continuó Wízner- con su ayuda.
-Ayuda
no pedida, a lo que creo.
-¿Se
acuerda cuando el paseo que nos dimos hará dos semanas hasta
la finca de Pedro el Abogao? ¿No vimos tras las cadenas que cortan
el camino un hoyo? Comentamos que habían dejado viuda la palmera que
quedaba enfrente, una de mucha hoja seca cuya melena llegaba
hasta el suelo.
Tras
asentir con un gesto Plinio, siguió Wízner.
-Pues
usted dijo: si la han sacado es para plantarla en otro sitio.
-Magra
ayuda, pero avance, Rafael, que me veo el arroz de la Gregoria
gacheao con tanta dillación.
-Pues
resulta que los del taller de Enrique el Pintor, el que trabaja el
aluminio, almuerzan en el bar del polígono, y como no les viene en
gana irse a un semáforo que tienen a dos pasos, cruzan a la brava
los cuatro carriles de la carretera. Y hacen hilo por entre las
palmeras de la mediana.
Se
interrumpió Wízner para saludar con ambas manos y silabear holas y
adioses cuando en cuestión de segundos tres vecinos de Santa Cruz lo
reconocieron desde la acera.
-Sí,
y se apercibieron de dos cosas; de que el palmeral menguaba en
altura.
-¿Cómo en
altura?-
acuevó los ojos Plinio.
-¡Coño,
Manuel, pues que algunas palmeras tenían menos altura de lo que
solían¡ Cada dos o tres, había alguna que tenía menos volúmenes.
-¿Y
no pensaron los almorzantes del aluminio que por las fechas también
se cortan palmas para adorno de calles? ¿O es que no se celebra aquí
la Virgen de Fátima?
-Que
no. Que también se apercibieron de que el césped de esas palmeras
había sido removido y puesto otra vez, tenía arenilla por encima y
verdeaba más.
-¡Ole
los cojones de los alumineros y en lo que se fijan...! Yo no sé
cuándo me va a dar su papel en esta relación.
Se
reía Wízner de ver a su compaña comido por curiosidades, y sus
ojos glaucos como los esteros reverberaban chisposos. En esas, volvió
a ser requerido por unos cuantos que tras el ventanal desde la acera
le hacían ademanes de que se reuniera con ellos. Pudo observar al
alzarse la mano crispada de Plinio en el pie de su copa, y se
reconcomía aun más de placer Wízner.
(CONTINUARÁ)
No hay comentarios:
Publicar un comentario