Muy a la mano se han tenido moluscos y gasterópodos siempre.
Usáranse como dinero, ensartados o a al montón. Adorno primero del sapiens, siempre le anduvo por las mientes y de ellos se valió para explicarse
el origen de la belleza exquisita (Venus nació de una concha) o sus hechuras
(la sección longitudinal de una caracola es emblema de la divina proporción).
Han ayudado a elevar la voz del rey para disponer a sus ejércitos, han
proyectado las pregarias de los fervorosos en el cielo, han conducido al
peregrino y han compuesto los adornos de los templos.
Para el malacólogo son afán y orden, y
para todos, estrellas. Todos en la playa lo hemos sido por momentos, y hemos
atesorado de ellas. Las tenemos sin tenerlas, que sin nombrarlas, las sabemos
(recuerdo una escena de Con
faldas y a lo loco en la que
Tony Curtis enseña una concha para indicar la famosa multinacional petrolera que
no se nombra, pero se entiende). Incluso en los pomos de un cambio de marchas en un
Renault-5, enresinado...
Cuando vi la primera -si mal no recuerdo
era del fallecido Manuel Fernández- encabada en tales conchas anduve torpe, y
solo vi lo que no era: atolondramiento y exceso. Se me escapó el símbolo, la
quimera. A la mano que amanse sus rugosidades o desgaste sus lisuras le es
querencia de objeto primario. La fragilidad enjaulada en la voluntad de lo
exquisito y necesario. Lo mismo que el nácar, marfil o carey...existen
para empomarlas, incluso en el mango de una navajuela excelsa que la simule con aventajada industria.
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