NAVAJA MACHETE DE RAFAEL WÍZNER RUIZ
La tristeza de la fiesta que se termina se agitaba en las
atormentadas hojas de los plátanos de la carretera. Como solía, habían caído
unas gotas que refrescaban apenas el bochorno de los días de la feria
septembrina. Corría un ventorrillo caprichoso que arremolinaba los cartones de
los juguetes feriados, los vasos y el ajuar pobre caídos todos en el suelo sucio de
los chiringuitos.
-Vamos a lo de Natalio y nos convidamos con un limón, ¿no te
parece?
Y sí le pareció a José Vizcaíno, profesor de filosofía y diletante
de ventaja en lo de remover sucesos y cernir delitos.
-¿Se conoce ya algo más de lo de la arquilla? Ya sabes,
Rafael, que vengo de estar unos días allá en las sierras de los...
-... de los Fiambres -y abrió labios mientras apretaba dientes el cuchillero.
-¡Fi, Fi, la, la, bres! -y engurruñó la boca desorbitando ojos mientras aguardaba la risa bullente tras el capote tendido.
Habían robado una arqueta medieval de la casa abacial del
cura párraco. Datada de antes del siglo XV, había sido esmaltada, y la zoomorfa
decoración de grifos conservaba pedrería rica. Al parecer, a algún curioso apañado le había parecido
buena base para adosarle un mecanismo de secreto. Contaba con una llave gótica
reproducida, que giraba, movía herrajes, pero no abría.
-Lo que se sabe ya se te lo dije esta mañana cuando me
llamaste. El cura de la Concepción la iba a llevar a la capital pues el obispado había aceptado la petición del patronato de no sé qué museo para que la estudiasen. Hasta radiografías le
iban a hacer, o la iban a poner en no sé qué pantalla para verle las tripas.
-¿Y qué hacía en el dormitorio del párroco? –preguntó
cavilando Vizcaíno-. ¿No había sitio mejor?
-La han tenido siempre en la sacristía, y solo las beatas y
el sacristán sabían de ella. Ahora ya se conoce, que ha salido en televisión.
En el quiosco de la plaza de los Reyes Católicos, Natalio
limpiaba las cámaras con aire desmayado. Llevaba el mandilillo roñoso de las
horas que había echado allí desde que el jueves pasado el alcalde leyera un
pregón que daría vergüenza al párvulo más torpe.
-¿De menta? Queremos de limón…
Y es que el heladero ponía chambi de las cuajaderas menos solicitadas, según el cliente fuera de respeto o no.
Con el paladar seco y el ansia despierta, tomaron los pasos
para el casino.
-¿Y qué dice el sacristán? Porque es el que está al tanto de
las llaves y sabe la distribución de las distintas cámaras, pasillos, capillas,
escaleras…
-Nada, José; ese está pergamino –rio Wízner-. Es de algunas
quintas antes que yo. Pero si lo debes conocer. Es de los Luceros.
-Yo qué sé –bostezó Vizcaíno-.
-Llevas aquí más tiempo que los bancos del paseo y no te
enteras… ¿Tu has visto las fotografías que tienen en la sala de arriba del
casino, donde se jugaba a las cartas antes?
-Ni sé que hay allí una sala.
-Pues es una de las más curiosas; se ven a los hermanos Yélamos
encima de la torre de la iglesia, agarrados a una cruz de hierro que, por
cierto, de resultas de una tormenta se cayó.
-¿Qué? ¿Pero qué demontre hacían?
-En esa familia se ve que no conocen el miedo a lo alto, no
saben de vértigos. Cuando había que colocar teja u obrar algo en cualquier
iglesia pues los llamaban. Limpiaban las ventanas también esas de los santos.
-Vidrieras, Rafael.
-Sí… ya estamos con las precisiones.
Se enfadaba en simulación Wízner amoscando al profesor.
-Pues sí, hasta desde Sevilla los llamaban, a los hermanos,
a los hijos, entre ellos al Lucero sacristán, y hasta algún nieto ya se subía
sin alpargatas a esos riscos del río.
Condujo Wízner al profesor José Vízcaíno a la sala superior
del casino y ante la foto enmudecieron hasta que aquel continuó con las
razones.
-¿Ves? –y señalaba alternativamente a no menos de ocho
fotografías enmarcadas a lo barato, todas de los Luceros- ¿ves?, no tendría más de
veintipocos años, era un junco con los brazos de acero. Si te das cuenta, esas
cuerdas son de pleita. ¡Y anda que tomaban precauciones! Boina, alpargates de
esparto y soga borriquera.
- ¿Tú crees – señalaba Vizcaíno ojiplático parando mientes
en las distintas generaciones de los treparriscos- tú crees que el sacristán
habrá subido al campanario?
-No puede, está gordo como una nutria. Se casó con la hija
de Donato, la del horno, y no le han faltado los bollos…
-¿Los hermanos?
-Se marcharon ya hará casi sesenta años a Barcelona y solo
vienen …
-… a las fiestas. ¿A que sí?
-Pero son mayores, no están para bizarrías… Los traen los
hijos, ya sesentones.
Tras tomarse sendos granizados, el profesor se despidió del
cuchillero y se fue al cuartel a hablar con el cabo de la judicial. Como se le
hizo tarde, no llamó a Wízner sino que fue a encontrarlo por la mañana a la
fragua tras no dar con él en los dos bares donde se desayunaban.
-Ya está, pero no todo.
-¿Cómo lo hicieron? Pues por la casa del cura no pudo ser,
que da a la plaza y con las fiestas…
-Había una cuerda por la parte de la torre que da a los
corralejos.
-Penumbrosa y solitaria. ¿Quién echó la cuerda? ¿El
sacristán desde dentro?
-Sí y no. Nadie la echó desde el interior. Alguien subió y
llegó hasta la alcoba del cura que, por cierto, estaba en el real convidándose.
-Pudo dejarle las llaves a otro, José.
-El cura ha declarado que con lo de la arquilla, le retiró
las llaves al ama y al sacristán. El mismo cura ha sido quien le ha dado cuerda
al reloj y ha subido personalmente a la torre para girar la mano del engranaje.
Además, ¿quién crees que se convidaba con el cura?
-El Lucero gordo.
-Claro. El caso es que subieron a pulso por la pared de
ladrillo; no han puesto clavos ni han hecho hornacinas para poner pies. A
pulso.
-Como un superhéroe de las películas.
-¡No me jeringues!, ¿que tú también las ves? Sí, como el mismo
Spiderman. Una vez arriba, y con la arqueta en el morral, ató un cabo y se dejó
caer. Por qué dejó la cuerda atada, no lo sé…
-¿Has visto la cuerda?, que tú cuando tienes la cuerda de la
curiosidad no te tienes.
-De escalada, profesional.
Calló Wízner esperando, como sabía, que su compaña se
reconcentrase y alcanzase reflexión. Ocurría siempre, con más o menos dilación.
-Lo del robo está claro, pero el cabo no hará nada por el
momento.
Volvió a ensimismarse y a callar. En espamos mentales se
resolvía el profesor aquellas ocasiones.
-Aparecerá. No la tiene el Relamido, a lo que creo.
Era el Relamido receptor de mercancía robada y de
antigüedades distraídas, célebre por su porte de sportmen y su epicureísmo
acendrado en los estudios pardos de la universidad de la vida.
Como Vizcaíno no arrancara el magín a gusto del cuchillero,
este se puso a moldear un muelle de navaja a estaje. En esas ocasiones se ponía
el profesor mercurial por lo que Wízner le daba soga y suelta.
Ya de vuelta, fue a la sombrilla de una higuera tropical del paseo cuando,
mientras callaban profesor y cuchillero a la espera de decidir rumbo, le
sonó el móvil dichoso a Vízcaíno.
-¿Sí? Dime Toni –le llamaba el cabo de la judicial.
-¿No me dijiste que me tendrías al tanto de lo que pescaras?
-Poca pesca, pero sí barruntos. Creo que el arca aparecerá
mañana si es que no me equivoco.
-Pero ¿me acerco a lo del anticuario y le aprieto o qué?
-No estaría mal asegurarse de que no ha salido del pueblo.
-¿Y de esos escaladores del pueblo de los que te han
informado? Del sacristán no hemos
averiguado nada, nada nos ha dicho. Se hace el gagá, José.
Sobre la socarronería del sacristán hablaron, pero no podían
echarle el robo encima. Repetía lo mismo cada vez con variaciones en los detalles,
y luego se disculpaba por su desmemoria para la cual se tomaba
pastillas. Ya el cabo le dijo si estas pastillas eran para evitarla o para
provocarla.
Quedó el profesor con el cabo a las doce del día siguiente y
colgó el teléfono.
-Ha sido Spiderman.
-No me vengas con sornas. Sí, ... o Superman.
-Que sí. No me muevo de que han sido los Luceros.
-No los de las fotos…
-Claro que no. Uno de los nietos de los de la foto.
-El Lucero sacristán no tiene hijos, José.
- Sí los que vienen de Barcelona.
-Devuelve lo embuchado…¿qué?
-Uno de ellos, o todos de consuno. Han querido ampliar los
trofeos. Una fotografía más, puesta en…
-No en el casino. Eso es como decir que han sido ellos.
-Bueno, aun así, sería un triunfo. Imagina el titular; los
Luceros protagonistas de un robo, falso pero noticioso. O en las redes
sociales, todos los asnos se asoman a ese ventano.
-¿Y no se lo dices al cabo? La arqueta puede estar en
peligro, se puede estropear con un golpe… ¿Vas a dejar que estos titiriteros
tengan su función?
-Donde esté, está segura. Mañana, o esta noche aparecerá,
antes de que se vayan los forasteros del pueblo. No es eso lo que me tiene
curioso. Por cierto, en el asiento del arca hecho por el titular de la parroquia pone que tiene la llave una marca en forma de tridente...
-O de cuernos de demonio, podría ser... Yo la he visto.
-Dobles, cuernos dobles, Rafael; que están superpuestos parcialmente como los de la marca segoviana de güisqui que tiene usted trasconejada en el botellero del aparador.
Miró de soslayo al cuchillero, y dibujó una falsísima
sonrisa de jóker en su cara.
-¿Quién pudo, Rafael, ponerle un mecanismo de secreto al
arca? Dicen que fue un vecino de aquí.
-Nada he oído.
Fruncía los labios el cuchillero dibujándosele una estupenda
uve invertida.
-Una familia de herreros y de cerrajeros. Dicen que unos eran
alemanes, de los que vinieron aquí a repoblar estos desiertos hace ya algún
siglo. A este pueblo llegaron, pusieron forja, y emparentaron con herreros. Mecanismo y llave se le añadieron a la arqueta
poco antes de mil novecientos.
-¿Para qué lo harían, José? –preguntaba con la más engolada candidez
el cuchillero.
- ¿Encargo?
-No lo creo, ¿cerrar el arca sin que pueda abrirse si no se está
en el secreto?
-¿Para probarse?
-¿Cómo los Luceros?
-No –engurruñó hocico el profesor-, como Spiderman.
Soltaron ambos una estupenda pedorreta de bullente risa y se
acaloraron lo suficiente como para tener que refrescarse.