Si un solo acto de un gran hombre puede servir para enjuiciar toda su vida, el objeto despreciado de un hombre cualquiera puede, si uno aplica un microscopio para nanopartículas, revelar por estratos sus días.
Empezose pronto, siendo párvulo, con la mano pequeña de una alimaña familiar. En el baile de las navajas se era iniciado sin ceremonia, y junto a la oscuridad que el fuego proyecta se mostraba la admiración por los artefactos.
Ya se leía, sin juicio aún, pero con las letras brincando en los papeles pueriles. Así se continuaban las lecciones en los ocios y en los juegos. Tal como las palabras se buscaban en cuentos y cómics, los sosías minúsculos eran, primero, trasunto de nuestro tierno yo traídos del cine en la tele. Vaqueros, indios y soldados. Con cepos de plástico todos y gestualidad de tragedia.
Aquellas mañanas, tardes y horas de despreocupados desconciertos eran apañadas con las series de Hazañas bélicas. Aquellos periódicos delgados, novelas delicadas, filosóficas disquisiciones primeras, en apaisado papel fueran tomados como instrucciones de supervivencia por un tiempo. En ambones de contingencia, sobre atriles descompuestos se abrieron como se toman las leyes sagradas para proclamarse. En pantalonaje corto, trasquilón y rozaduras en articulaciones.
Con las primeras monedas y la comprensión de su valor acaparamos con desesperada paciencia las colecciones que no se pudieran encontrar en los arrabales, barbechos y descampados. Mirábase a ultramar y se escabullía a edades de oro. Monedillas, conchas, dardos, cómics, sellos...
Navajas también, pero aún era temprano. El monederillo fue, la cartera del paisano con calderilla valiosa y billetes viudos. Tendrían que llegar más tarde, con fulguraciones de cometas, como crecen las excrecencias en las cuevas húmedas.
La sofisticación y el criterio no se tienen nunca de una sola vez, pero los gustos se decantarían y las tendencias; los horizontes se alcanzaron, sino todos, alguno. Y en esas se está por todavía.
Ya no haya níspolas en las cámaras junto a las gavillas de cereal, ni aquellos árboles oscuros y erizados de espinerío. Aquellas suavidades del hollejo pasado, de la pulpa afinada, de detención y espera. ¿Dónde se estén?
La historia es de esta navaja
que mía no fue.
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